miércoles, 20 de febrero de 2013

¿Quién teme a Virginia Woolf?


Babum, babum, babum…
Puedo oír como late mi corazón. No consigo dormir, me siento enfermo, la alergia ha empezado pronto y respirar se convierte en un triunfo, o una meta.
La luz del despertador marca las tres y media, y unos jirones de luz de la farola en el exterior cruzan el cuarto iluminando un cuadro al fondo. Creo recordar que es el que me regalaron George y Martha cuando estuve en su casa de Nueva Inglaterra. Había recalado en la universidad de Nueva Cartagena para terminar mi tesis de historia.
La primera vez que los vi me recordaron de inmediato a Richard Burton y Elisabeth Taylor, los dos tenían esa  mirada intensa y salvaje de dos seres que se odian, pero no pueden estar el uno sin el otro. Se contaba por aquel entonces en el campus la última fiesta, era notoria la afición de ambos tenían por el alcohol.
Antes de conocerlos me habló de ellos uno de los profesores de biología, Nick se llamaba, contaba que George y Martha le invitaron a él y su mujer a las últimas copas nada más llegar, por aquel entonces eran los nuevos. Contaba, que no hubo ni un momento en el que no se sintieran manipulados, agredidos, era como una película en blanco y negro de Mike Nichols, que sería una película excepcional, dura, pero excepcional.
Mientras hablaba yo imaginaba  la situación en sucesivos planos, llenos de miradas de odio y whisky o bourbon o coñac, daba igual. Con cada nueva copa un trapo sucio con el que golpearse, llego un punto en el que incluso ellos dos, Nick y su mujer se vieron envueltos, manipulados por la pareja.
Durante  un  momento, creo que el sueño por fin llega, me vence, pero solo es un espejismo y busco con avidez el medicamento para descongestionar mi nariz. Oigo como los vecinos de al lado llegan, los tacones de ella y la recriminaciones de él. Estoy tan habituado que casi puedo adivinar cuando callan, cuando sus espaldas se oponen en la cama. Y sigo recordando aquella vieja historia.
Contaba aquel tipo que fue su noche más larga, que incluso con todo aquel alcohol que bebieron no pudo olvidar lo juegos crueles con los que se obsequiaban sus anfitriones, humillación tras humillación, agresividad, pasividad, violencia mutua. Llegaron hasta inventarse un hijo no nacido, con el que se manipulaban, con el que seguían humillándose. George, harto, vencido, buscando la venganza final, uso su comodín, decidió “matar a hijo” ahí se terminó todo, ahí cayeron las defensas de ambos, para Martha era tan real ese hijo, como si cumpliese años ese día, lo notó de inmediato en la mirada de ella, en sus lágrimas. Ellos se fueron amanecer, rendidos. Un último vistazo, hacia la ventana, allí estaban confortándose, entre la tristeza provocada.  No volvieron a verlos.
Yo los conocí un día antes de volver, en aquella casa que yo no había podido quitarme de la cabeza después de la historia de Nick. Los encontré más calmados, amistosos incluso aplacados por la edad. Recuerdo ese cuadro colgado en el estudio, y mi sorpresa cuando me lo ofrecieron como regalo de despedida. Aunque tenía curiosidad por comprobar aquella historia, no había necesidad. Sus ojos lo decían todo.
No sé por qué he recordado esa historia, me siento cansado.
Ahora me zumban los oídos, siento el peso del sueño y de los analgésicos. Me acomodo la almohada. El despertador marca las cinco, se han apagado las luces de la calle y la habitación se queda a oscuras, solo veo tonos grises. No hay ruido, y una cancioncilla comienza a repicar como un mantra en mi cabeza mientras me duermo:

--¿Quién teme a Virginia Woolf, Virginia Woolf?

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