sábado, 30 de julio de 2011

De repente aquel verano,

Acababa de cumplir los catorce aquel agosto.
Aquel año me  costó convencer a mis padres para que me dejasen ir de vacaciones, mi hermana pequeña se había puesto enferma y habían decidido que ese año nos quedábamos en Madrid. Yo, había expuesto mil justificaciones para ir solo, que si ya era mayor, y todo eso… me encantaba aquel pequeño pueblo en la costa, la playa de arena fina y blanca, ver los barcos llegar cargados con la pesca del día al muelle, el color del cielo antes de una tormenta. Y no estaba dispuesto a aguantar el calor de la ciudad en verano.
Los quinientos kilómetros que separaban Madrid de El Castro eran muchos kilómetros para ir en autobús y mi padre decidió que sería Renfe quien me trasladase hacia las costas asturianas. A mí no me importo, la verdad, me encantaba (aún me gusta, viajar en tren), pasear arriba y abajo así podría  inventar historias sobre los viajeros, que después escribía para compartir con mis amigos en el pueblo, por la noche, delante de nuestros primeros cigarros.
Me gustaba cuando el tren paraba en algunos pueblos y las gentes del lugar te ofrecían sus mercancías, aun se podían bajar las ventanas de los vagones, no como ahora. Aquellos paisajes de la ruta eran fascinantes, se podía oler el campo o el trigo, y encima tendría alguna buena historia entre las hojas de mi libreta.
En la estación me esperaba mi tío Manuel, (por el que yo llevaba mi nombre), era el único hermano de mi padre. Debo reconocer que sentía verdadera adoración por él. Fueron sus historias, que nunca supe si eran inventadas o no, las que me metieron el gusanillo de escribir, recuerdo como se enfadó mi padre al enterarse, que me  “llenaba la cabeza de pájaros” como decía, le costó un par de veranos recuperar la relación normal con su hermano,  cuando se dio cuenta que era irremediable desengancharme de aquellas historias de marino, de viajes que me parecían de Simbad en aquel tiempo.
Fue un abrazo fuerte, con sabor a mar.
-Vaya estirón has dado chaval. No dijo más en el camino, tampoco hacía falta.
 Mi bolsa cayó atrás, en el maletero del coche, que arrancó quejándose.
Aquel año había llovido bastante  y el paisaje verde de por sí, relucía. El sol templaba ya el lado donde yo estaba sentado produciendo una sensación de confort tal que mi tío tuvo que sacarme del ensimismamiento cuando paró.
-Niño, niño, que estas en Babia- me espetó.  
La casa no había cambiado mucho. Hoy olía a pan recién hecho nada más entrar.  Detrás de la puerta de la cocina apareció mi tía, menuda, morena, se parecía mucho a mi madre, parecía sofocada por el esfuerzo del horneo, sonreía sincera, los ojos le brillaban como solo brillan a la gente del campo. Recuerdo el olor de la harina en sus manos mientras me pellizcaba las mejillas.
-Lolo, ay! Manoliño!  como has crecido – me soltó, arreándome un par de besos.
–Ve a saludar a tu prima la tienes ahí fuera leyendo, mientras meto el último pan. Anda fuera rapaz!
Como me gustaba cuando me llamaba así. Celia era la única hija de mis tíos, estaba en un colegio interna, tenía un par de años más que yo y al terminar la básica por aquel entonces la única forma de poder seguir estudiando era de interna en Gijón.
Aquella figura que ahora veía a través de la ventana no podía ser la niña flacucha que recordaba, también había crecido. Me acerqué despacio, intentando cumplir aquella broma que teníamos desde niños, por detrás, mis manos cubrieron sus ojos, suavemente, sin presión.
-Hola flacucha, ¿cuál es la palabra mágica? – Se sobresaltó dando un respingo. Fue entonces cuando me di cuenta de mi error, bueno y cuando escuche las sonoras risotadas de mi prima a mis espaldas.
-Ja, ja, ja, ja mira como ha aprendido el Lolo.
 Se llamaba Marta, recuerdo que me sonroje entre entrecortadas disculpas. Era su compañera habitación en el colegio. Aquel verano sus padres no habían podido recogerla e iba a compartir las vacaciones con mi prima. ¿Habéis comido algo delicioso del que varias horas después aún permanece el sabor y no queréis comer nada para que no se vaya? Así me sentí yo aquel momento, no quería apartar mi vista cuando vi sus ojos marrones esa primera vez, el pelo recogido en una cola de caballo. Lo recuerdo perfectamente, también recuerdo el libro que cerró sobre la mesa, era Miss Dalloway, mientras se retiraba el cabello de la cara.
Aquel fue el mejor verano de mi vida. Fue el verano de mi primer baile agarrado, del primer beso paseando por la playa. Casi no vi a mis amigos esas vacaciones y aquellas historias del tren se quedaron en la maleta. Nunca sentí un verano tan corto como aquel. Después habría muchos más veranos.
No sé por qué he recordado ahora esta historia después de tanto tiempo, pero debo tener una cara graciosa, porque cuando me doy cuenta me encuentro a Marta mirándome mientras me sonríe con un libro entre las manos.
-Ya estás otra vez, en que piensas ahora. Me dice mientras me agarra suavemente del brazo dirigiéndome hacia la caja.
-Nada. Le digo mientras da el libro a la cajera, vuelvo a sonreír cuando veo el titulo, “Miss Dalloway”
-Nunca pude terminar el libro –me dice- creo que lo perdí.
Yo vuelvo a sonreír sin decir nada, pero de una cosa estoy seguro, que como aquella Miss Dalloway que interrumpí hace tiempo, yo también he decidido que voy comprar flores para su cumpleaños y preparar una fiesta para nuestro aniversario este verano.

sábado, 23 de julio de 2011

el mar y una fotografia

El otoño empezaba a dejarse notar pidiendo paso entre los últimos días de agosto. Las fiestas locales  habían terminado hace unos días y el en el pueblo solo quedaban los últimos turistas rezagados.

La luz comenzó a filtrarse entre las cortinas del dormitorio. Abrió los ojos lentamente, tras un leve escalofrío. No podía evitar sentirse un poco intimidado ante la imponente presencia de aquel monolito de cedro que se alzaba al fondo de la habitación.
Siempre le había parecido que el sólido y ajado armario se parecía al de las novelas que le leía su abuelo, las que salía aquel león enorme, y aunque de joven se había quedado encerrado muchas veces dentro probando  a ver si también le llevaba a algún reino mágico, los únicos seres fantásticos que había conseguido ver allí dentro eran unas enormes polillas que ejercían de celosas guardianas del único secreto que aún guardaba desde crío, una vieja botella cerrada que encontró  en la playa, era su botella con mensaje, y que por alguna razón había preferido inventarse historias sobre ella y su carta en lugar de abrirla.

Aún reposaba en el fondo del armario cerrada.

Hace fresco y esta gris.   La casa estaba en silencio y desde el refugio de la manta no se oía nada, quizá un poco de viento a través de alguna ventana abierta, olía a lluvia futura.
 Marta y la peque habían salido el día anterior, ella se había empeñado en probar la nueva estación de tren y así aprovechar para llegar descansadas a Madrid. Es probable que si no hubiera tenido que terminar algunos arreglos en la casa para poder cerrar la casa también se hubiese marchado.  En las últimas semanas  había pasado muy poco tiempo con ellas.

El reloj del pasillo marcó las nueve. El agua de la ducha estaba caliente, compensado el suelo de piedra que aún guardaba el frío de la madrugada, de forma rutinaria iba repasando las cosas que tenía que llevarse de nuevo a Madrid, pese a que casi todas las maletas ya estaban en el coche desde ayer, habían terminado de empaquetar bajo la supervisión de Marta y en previsión de la suya de olvidarse las cosas.

En la cocina, un café caliente y el último cruasán de la bolsa para desayunar. Había terminado pronto la tarde anterior, así que decidió despedirse del verano con un último paseo hasta el pueblo.  La casa del abuelo como la llamaba,  era una de esas casas que se construyeron al inicio, antes de que el pueblo empezase  a crecer, le separaban al menos treinta minutos de paseo.  Así que cogió una chaqueta y la vieja Hasselblad del aparador, aún le quedaba una última cosa por hacer.

La pesada puerta de madera se cerró por sí sola, y el sabor del aire salado del mar no tardo en fijarse en los labios.  Unos metros más allá se podía divisar a lo lejos, tranquila y en calma “Cala Margarita”. Era difícil pasar por aquel  paisaje y no pensar en una postal de libro.
Reanuda el camino. Y poco a poco la perspectiva del paisaje va cambiando, los tejados de las primeras casas del pueblo aparecen ante sus ojos. Algunas persianas aparecen ya cerradas, parroquianos que se apresuran a sus tareas, otra calle blanca más, en un patio suena una guitarra temprana, no le cuesta nada reconocer “Entre dos Aguas”, ha puesto tantas veces esa canción a la cría para dormirla que no puede evitar sonreír.

Recuerda perfectamente todas esas calles, algunas caras ya han desaparecido y otras le saludan de forma efusiva, como solo saludan en los pequeños pueblos, y se despiden hasta el año que viene.

 El camino de vuelta se le antoja más corto,  cuanto más a gusto se siente el tiempo parece ir deprisa y casi sin darse cuenta tiene de nuevo ante sus ojos la arena blanca y fina de la cala. Desde la primera vez que la fotografió  noto que algo mágico se había fijado a través del visor en cada una de las instantáneas y su memoria, dejando instaurada desde aquel momento la tradicional foto del  final del verano de aquella playa.

 Click! le encanta el sonido mecánico del disparador de la cámara  Click! Perfecto.

Podría  estar horas allí, como en tantas otras ocasiones, buscando refugio. Más  gris en el cielo y sobre las olas.El zumbido del móvil le devuelve a la realidad como una bofetada a destiempo. La voz de Marta suena al otro lado del auricular…

-¿Qué tal la foto del este año? ¿Todo bien? Ten cuidado a la vuelta. –Me suelta así, sin más, casi maternal.

Por eso se siente tan bien con ella, por que como en esta Cala, sobran las palabras, aparecen en el momento oportuno.  Recoge un puñado arena en la mano y una última mirada.

Comienza a llover sobre el Mar.

jueves, 14 de julio de 2011

SAUDADES

Recuerdo que sonaba aquella melodía machacona, esas que atormentan el verano, y  de la nadie se acuerda el siguiente.

Recuerdo que estaba sentado en el vestíbulo de la Estación do Rossio, de nuevo había perdido el tren hacía Madrid, no era capaz de evitarlo, cada vez me costaba más despedirme de Lisboa, cada vez necesitaba menos excusas para volver o alargar los día de estancia, en esta ocasión había sido el cumpleaños de Carlota.

Fuera comenzaba a llover.

Aquel banco era confortable y al lado de la cristalera, el agua golpeaba lentamente los cristales, mientras fuera grupos de desconocidos apretaban el paso para resguardarse de la lluvia que arreciaba.  De repente aquella música se paró, como una señal.

Las gotas recompusieron el ritmo en el silencio creciente, ahora más lento, como un fado triste, casi podía escuchar a Amalia Rodrigues cantando Estranha Forma de Vida

Mis párpados cayeron  agotados de emociones, note como llegaban más recuerdos, los del tumulto de la noche anterior cantando el cumpleaños feliz, de las risas, de los abrazos, de la mirada de Carlota. El recuerdo del tacto suave de piel de sus zapatos nuevos de tacón, en mis manos, regalo de cumpleaños que ella se había empeñado en estrenar esa noche y que le Rua de Sao Miguel empinada como ninguna le había hecho rendir, y caminar descalza por el suelo recién regado.
.
Amanecía sobre Sao Jorge.

El recuerdo de aquel anciano desconocido en el mirador que le ofreció una rosa y un poema de Pessoa.

El anuncio del nuevo tren, me devolvió a la realidad, con un nudo en la garganta.

Saudades.

Había parado de llover, olia a limpio,  en el andén el agua de la tormenta había dejado pequeños charcos que reflejaban partes de la estación,

Entonces durante un momento, tan sólo por un instante me pareció ver a aquel hombre de la noche anterior que me despedía con una sonrisa y su sombrero de paja pasado de moda.

Espejismo.

Mientras subía al vagón, de nuevo la misma y atormentadora canción, pero ya no importaba, No tenía la menor duda, no tardaría en volver a Lisboa, volver a los ojos de Carlota

miércoles, 6 de julio de 2011

El Gato

Aquel podría ser perfectamente un dolor de cabeza de magnitud diez, el problema es que no recordaba haber bebido la noche anterior, así que lo tomó como un mal augurio.

Cientos de agujas parecían disfrutar clavándose de forma insistente e inmisericorde ahora en sus pupilas, ahora en sus ojos, durante unos segundos fue capaz de mantener los ojos abiertos, justo para distinguir a su gato Lucas, entre la foto de su viaje a Nueva York y la despedida de soltera de Luisa.

Durante ese instante creyó reconocer la mirada reprobatoria de una profesora de económicas, pero no podía ser, su gato le caía bien.

Se refugió entre las sábanas, era sábado, de eso estaba segura así que no tenía prisa alguna, el gato desistió de reclamar la atención, saliendo por la puerta orgulloso y ofendido con bufido reprobatorio.
Durante unos instantes, con los ojos cerrados bajo la sábana se hizo un vacío, ni reloj, ni gato, nada de nada.

Tranquilidad, tanto que el dolor de cabeza pareció aplacarse.
Nunca le había costado levantarse, pero hoy el reloj de la mesita había marcado ya dos veces la hora en punto cuando tomó la decisión de que ya era hora.

Sobre el borde de la cama se dio cuenta de que la vieja camiseta de los Rolling aún le quedaba bien, aunque era amplia dejaba adivinar su figura, sus pechos marcando el territorio hasta el principio de sus piernas como frontera, por eso le gustaba aquella camiseta y por los buenos recuerdos que le traía de aquel verano.
Una ducha ligera la hizo despertar de forma definitiva y abandonar los últimos restos de la tortura del dolor de cabeza.

Delante del espejo, mientras terminaba de secarse se sorprendió mientras se contemplaba desnuda ante el espejo, regia como una reina blanca en un tablero de ajedrez, notó como se ponía colorada, sonrió levemente y continúo sin cubrirse.

-Decidido, esta vez verbalizo el pensamiento de forma rotunda, mientras se ponía los vaqueros. Era el día perfecto para darse un capricho y aquel conjunto de “La Perla” iba a ser el premio perfecto, aquel sujetador granate con bordado de hilo de plata quedaría perfecto bajo el vestido de Donna Karan que se trajo en el viaje de Nueva York, otro capricho que esperaba el momento perfecto el armario.

Un café, mientras ordenaba despacio la cartera. Tenía que mirar aquel bolso, ahí, colgado del perchero parecía más una mochila a punto se salir de acampada que un shopping bag.De nuevo, notó la mirada de su gato, le miraba como su madre cuando volvía a casa con unos zapatos nuevos.

Cerró la puerta con un poco de complejo de culpa, aunque estaba segura que unas tortitas de arándanos y un capuchino en aquel café cerca del Teatro Real lo borrarían de inmediato.