Podría ser un domingo cualquiera.
El bar se ha debido vaciar hace un buen rato, debe
ser tarde, porque las luces están apagadas y algunos taburetes reposan ya sobre la
barra, que reluce gris y lustrada bajo los destellos de los pequeños focos que
tiene encima, como en aquellas películas de nightclubs americanos, de tipos con
smoking y mujeres de trajes entallados que bebían martinis.
El camarero, como buen amigo y dechado de
bondades, nos permite apurar sin prisas el trago, mientras cierra caja o repone
bebidas. Es una suerte poder disfrutar del silencio, acodados sobre la barra o
en ese sitio favorito, ese que echas de menos cuando al llegar unos
desconocidos lo han invadido, y parece que la bebida no sabe igual al sentarse
en otro lado.
Es quizá, con
mucho el trago que mejor sabe, es el que permite contemplar nítido (o no) los
misterios de la vida, de las mujeres o de aquellas películas, a esas horas el
deporte está vedado. Es el trago preciso.
Justo ese momento también, cuando ves de reojo
la cara del barman, queda poco para el momento de decir adiós, el hielo se ha
derretido en el vaso de whisky o gintonic y es probable que algún ron cubano,
de esos que se guardan detrás de las botellas dedicadas a los no iniciados en
las bondades del trago bien elegido.
Es un momento de serenidad
Un vistazo rápido y te das cuenta que el “el
hacedor de pócimas” el “druida”, ha desaparecido, quizá absorbido entre sus
cuentas, o los quehaceres tardíos, hay unos segundos de silencio y entonces empieza
a sonar muy bajito “Round Midnight” de Dexter Gordon como una señal
premonitoria, es justo cuando entre las notas del saxo oyes el hielo caer en
los vasos y una botella descolgarse de su estantería, es entonces cuando una
silueta conocida se acerca a esa última mesa,
cuando oyes esa voz conocida:
-¿La penúltima chicos?