Conocí a Marta la mañana siguiente a nuestra noche de
bodas, mientras se vestía.
Puedo decir que recordaba casi todas las partes de su
cuerpo, pero hasta ese momento no me había fijado en sus piernas, en sus
tobillos, esa periferia que sostenía su espléndido cuerpo.
Quizá la luz, o el momento, pero hoy veo su feminidad
en pleno, exquisita, de hembra expuesta, sentada en el abismo blanco de las
sábanas revueltas, aguanto el deseo esperando que su mirada no se cruce con la
mía en estos instantes, mientras noto como el corazón se me acelera como si
fuera primera vez que la veo vestirse.
Mientras ajusta de una forma delicada la seda, al
empeine, ahora el tobillo y así cada una de las curvas que son sus piernas.
Debo reconocer que siempre he admirado las piernas de
las mujeres, creo que la culpa la tiene aquellas viejas mesas camillas en las
que cuando éramos pequeños nos escondíamos.
Parece como si ella lo intuyese y se regodea en la parte esa tras las rodillas
que ningún hombre recuerda como se llama.
Después esa estrecha falda de tubo, que casi inmoviliza
esas piernas ya sedosas, esclavizando los primeros movimientos con pasos
breves.
Después, esos tacones altos, la oscura popa de sus
zapatos, inseguro paso que afirma su altura, la veo desde una esquina
agazapado, me gustaría creer que sus
caderas agradecen ese minúsculo apoyo, una mujer andando de espaldas es un
prodigio, entonces si se vuelve, si te sorprende en ese instante furtivo el
momento se vuelve cósmico.
-¿Qué miras tonto?
Sonrío, no sé muy bien que decirle. Y me sale de
repente, que hoy la veo la rotundidad de sus curvas, que está más sensual que
nunca, cómoda. Ahora es ella la que no sabe que decir, no hace falta, veo sus
ojos.
-No tardes, dice.
Veo como gira la
espalda sobre sus tacones, se aleja despacio dejándome ver sobre el suelo las minúsculas
huellas de su reciente memoria.