Me dolía la cabeza. Durante toda la noche no me había podido quitar de la cabeza la carta de Lourdes, decía que quería verme, después de tantos años, tenía esa sensación de la primera vez, cuando te cruzas con quince años con la chica que te gusta y te sonríe.
Aquella mañana empezó a llover a traición, y para no variar el único paraguas que recordaba como mío se encontraba en paradero desconocido.
Aquel café era como Cheer's, era popular por dos cosas, sus magdalenas y que al estar cerca del Teatro Real cualquier mañana te podías encontrar a Placido Domingo desayunando o una noche antes de su función a Héctor Alterio tomando un gintonic.
A mí, la verdad me gustaba también por que me pillaba cerca de la oficina y por que estaba absolutamente enamorado de una vieja Juke-Box y su música. Nadie en el local recordaba de donde había salido, pero bastaba una mirada a las listas de selección para notar el buen gusto que tenía almacenado, Billie Holliday, Charlie Parker, Frank Sinatra, un mundo de vinilos en la era digital.
Como era de esperar, al llegar a la puerta del café estaba hecho una sopa, chorreaba agua. Un sonoro estornudo que no presagiaba nada bueno, sustituyó al habitual buenos días.
La mañana no empezaba nada bien, no señor.
Tampoco ayudaba aquel tipo cetrino que en la puerta de entrada sacudía su melena como uno de esos perros de agua, que salpican a diestro y siniestro sonriendo, tuve que esforzarme para ganarle la posición en la barra.
-Café y una de arándanos Paco. Sonó como una súplica. Toalla seca por cortesía de la casa.
-Te pongo la última, hemos vendido todo.
-Yo también quería una. Sonó un acento de fuera. También parecía una súplica.
Una sonrisa de triunfo atravesó mi cara de lado a lado, inmisericorde. Mientras sonaba la cafetera, aquel tipo puso encima de la barra un estuche negro, y despacio fue liberando los cierres, ya había conseguido atraer mi atención en la puerta, pero ahora era irremediable no fijarse, y más despacio aún, retiró un paño de color rojo, dejando a la vista un reluciente violín y su arco, en unos segundos lo tenia en su hombro… y casi sin darme cuenta empezó a sonar.
Reconocí de inmediato los acordes del Vals Triste de Sibelius, poco a poco las notas empezaron a llenar todos los huecos vacíos de la cafetería, y como el flautista de Hamelín todas las miradas se clavaron en aquel cabello negro que se movía al compás del arco sobre el violín, nadie se dio cuenta cuando dejo de sonar.
Fue irremediable, y aquella magdalena de arándonos acabo al lado del té de aquel individuo. Terminó su consumición con una sonrisa y como había entrado se marchó. Luego, mientras consolaba mi hambre con un cruasán, Paco me puso al día. Me dijo que se llamaba Ara Malikian, y que cada vez que venía a tocar al Real le gustaba desayunar allí, siempre lo mismo, una magdalena de arándonos. y si alguna vez pasaba lo de hoy, sacaba su violín y tocaba esa pieza.
Debo reconocer que me gusto. Voy a llamar a Lourdes e iré al concierto a ver si toca el mismo vals, y si me da tiempo reclamaré mi magdalena.
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Ara Malikian |
Revisado de una entrada anterior que desapareció de un día para otro sin venir a cuento y a modo de pequeño homenaje al genial violinista Ara Malikian y a una de mis piezas favoritas de Sibelius